martes, 28 de julio de 2015

Cerrado por vacaciones


En breve me voy, desconecto, que lo necesito.
Desconecto de mis obligaciones, las que se me hacen cuesta arriba y las que llevo a cabo, a veces, con esfuerzo. Desconecto de madrugar, de las tareas que me cargan en mi trabajo, las tediosas, ésas a las que siempre me enfrento resoplando. Desconecto de un momento y un ambiente movidito, cuanto menos, en el trabajo.
Adiós, breve adiós a todo eso.
Durante unos días voy a poder dedicarme solo a lo que me encanta hacer, a aquello con lo que disfruto como una enana. A estar con mi chico, con mis hijos, con mi familia y mis amigos, a levantarme tarde, a viajar, a no tener horarios... Y a poner en marcha un proyecto de voluntariado que me hacía mucha ilusión desde hacía tiempo: hemos creado un grupo, de momento, de 3 personas para hacer talleres del Perdón, con el apoyo de la Escuela del Perdón de Jorge Lomar, en el centro penitenciario de Picassent, en el módulo de mujeres.
Confieso que, a pesar de que cuando empecé a planteármelo, me lo veía hecho, poco a poco me ha ido entrando el vértigo, como siempre. Yo soy "arrancada de caballo y parada de burro", pero esta vez no, esta vez sigo teniendo la ilusión del principio, aunque haber ido allí a tomar contacto in situ impresiona un poco.
Quiero aprovechar para agradecer a Reyes todo su aliento, el haberse ofrecido para ayudar en todo lo posible, el no haberme hecho desistir en ningún momento, aún sabiendo que montar algo así no era tarea fácil. Gracias también a Inma, que me escuchó y me calmó en un momento de flaqueza, con ese amor que la caracteriza. Gracias a Pilar y Ernesto, que han creído en esto y han puesto la misma ilusión que yo. Y, por supuesto, gracias a Bruno, por su enorme apoyo y por acompañarme en esa tarde de tormenta.
Así que, a la vuelta de las vacaciones, lo pondremos en marcha y ya os contaré.
A todos los que invertís algo de tiempo en leerme, que disfrutéis de vuestras vacaciones y hasta la "rentrée".

viernes, 24 de julio de 2015

Un día...



Un día, pensé que me había equivocado, que había cometido un error, que era culpable, que había hecho daño a otras personas, que esas heridas que yo había provocado nunca cicatrizarían.
Entonces, me puse a buscar entre mis recuerdos para averiguar quién tenía la culpa de mi error, porque yo nací inocente. Por lo tanto, alguien tuvo que herirme en algún momento para que yo me convirtiera en el error que soy ahora. Empezaron a surgir imágenes de mi infancia, mis padres, mis profesores, amigos del colegio, mis hermanos, mis abuelos, mis tíos, la dueña de la tienda de juguetes de la esquina… Y encontré a los causantes de mi error.
Enseguida me di cuenta de que a esas personas las habían herido, a su vez, otras personas y que aquella búsqueda no tenía fin (excepto para quien cree a en Adán y Eva y el pecado original, ellos lo tienen fácil)
Un día, pensé que me habían traicionado, que me habían hecho daño. Y decidí que eso justificaría en adelante todo el daño que yo pudiera ocasionar a los demás.
Ahora, me doy cuenta de que, en realidad, nunca me he equivocado, porque quien hace las cosas lo mejor que sabe no se puede equivocar. Y, de paso, me he dado cuenta de que, en realidad, nunca me han herido, sino que he sido yo la que lo he “soñado”. Me he dado cuenta de que, hoy, estoy aquí gracias a todo lo que he vivido, lo haya rechazado o no.
Y, la verdad, me gusta donde estoy. 

lunes, 20 de julio de 2015

Más Bonita que Ninguna

El mes pasado, en el kiosco de la esquina, vi una toalla-pareo que me encantó y que regalaban con una revista, Telva, para más señas. Así que, pese a que ese tipo de revistas me parecen una tomadura de pelo porque pagas una leña a cambio de un tochaco muy colorido llenito de anuncios de colonias caras y marcas exclusivas, me la compré. 
Y anoche, un mes después, empecé a leerla, a ver si así me entraba el sueño. 
Pues bien, caí en un "reportaje" en el que pretendían instruirnos para ir a una fiesta y que se nos volviera a invitar. 
Lo haré corto. Primero unos consejos útiles tipo...no hagas probaturas raras a la hora de vestirte, una vez allí te puedes arrepentir; las sandalias mira a ver que sean cómodas; no te pases con al maquillaje y menos en verano... 
Y ya, más adelante, lo que me dejó muerta: A saber y por orden cronológico:
1.- El momento crucial de la fiesta es la entrada, así que mira a ver cómo entras para que todas las cabezas se giren y todas las miradas se claven en ti.
2.- Si tu conversación no es medio qué, mejor dedícate a escuchar o, ya puestos, ponte a bailar (y añado yo: no se vayan a dar cuenta de cómo eres cuando te da por abrir la boca), piensa que la pista de baile es un buen decorado en el que llamar la atención cuando no lo consigues con tu oratoria.
3.- Casi más importante que la fiesta en sí es lo bien que salgas en las fotos (así lo decía la revista, lo juro), que la fiesta se inmortaliza luego en las redes sociales y éstas son más importantes, por lo visto, que la vida misma. Por lo tanto, no bajes la guardia en ningún momento y estate pendiente de los flashes.
4.- Y ya, para terminar, la forma en la que te tenías que retirar a casa también era importante, pero para cuando llegué a esa parte, se me estaban cerrando los ojos y no recuerdo qué había que hacer.

Directamente, esta vez no voy a dar mi opinión porque me da hasta pereza. Pero de verdad que vaya tela.


martes, 14 de julio de 2015

La Sinceridad, ese monstruo de las 7 cabezas

¿En qué momento de nuestras vidas aprendemos que vale la pena tener comportamientos forzados para que los demás se sientan bien? ¿Desde cuándo lo contrario es ser egoísta?
Nos pasamos la vida tolerando pequeñas (o no tan pequeñas) incomodidades por no poner límites, por no decir que no o por no decir que sí. ¿La finalidad? Que el otro, pobrecito, no se sienta mal, que no se frustre, que me sabe mal, fíjate...
No es que pensar en los demás sea un problema, ni mucho menos, es muy amoroso. La cuestión está en por qué, cuando queremos evitarle a otro el malestar, nos lo trasladamos a nosotros. ¿Qué nos hace pensar que somos merecedores de ese mal rollo que intentamos evitarle al otro? ¿Por qué ese afán de sacrificio que nunca trae nada bueno? La respuesta es la misma de siempre: la dichosa culpa.
Cuando alguien me dice "ufff, es que no quiero hacer esto, pero me sabe mal decírselo a X, no quiero que se sienta mal", automáticamente, pregunto "¿y prefieres sentirte mal tú?, ¿qué ganas con eso? ¿por qué tú sí y él no"? Y es curioso, porque esto se da continuamente y, el que se sale de la norma, es un borde y un seco. 
Pues no, el que es coherente con lo que quiere y lo dice abiertamente no es un borde, Es una persona que, ante todo, es amable consigo misma y, partiendo de esa premisa, con los demás. Es alguien que se otorga el derecho a hacer con su vida y con su tiempo lo que le nazca y que, cuando le dedica un espacio a los demás, lo hace poniéndole pasión, porque realmente quiere y no para evitar cargar luego con esa pesada sensación producida por la creencia de que el otro se siente mal porque le he dicho que no.
El otro, quede claro, se siente mal porque quiere, porque, en lugar de pedir, exige y, si no se le da, se tuerce. El otro, además, cuando es así, cuando se permite manipularnos haciéndose la víctima si las cosas no son como él quiere, nunca va a tener bastante, siempre va a querer más. Porque la necesidad es insaciable. Así que, antes o después, le vamos a tener que decir que no, por lo tanto, cuanto antes, mejor.
Y, lo mejor de todo, cuando uno se reconoce esa libertad, los demás, pasada la fase inicial, también lo hacen, no se alejan, no pasa nada, no se queda uno sin amigos, sin familia... La vida sigue igual, solo que sin los estúpidos sacrificios que implica el buscar compulsivamente serle simpático a todo el mundo.

lunes, 6 de julio de 2015

Libertad, divino tesoro

Estaba dando un taller en el que hablaba, entre otras cosas, de la necesidad de deshacernos de la culpa y una persona, con aire inquieto, preguntó:
       -      Entonces… ¿todo vale? ¿Nos lo tenemos que perdonar todo?
       -      Sí, claro, todo vale. Nos lo tenemos que perdonar todo.
(Silencio, caras desencajadas, mal rollo generalizado...)
Y es que la culpa es un vicio del que no queremos desengancharnos tan a la ligera porque, en el fondo, nos da miedo la libertad. Porque creemos que controlamos (nuestras vidas, a nuestras parejas, a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nosotros mismos…) a base de amenazas, prohibiciones y castigos. Creemos que, si le ponemos límites al cielo, a la vida, solo nos ocurrirá lo que tenemos pensado que queremos vivir. Creemos que el miedo nos protege, que sin él estamos desnudos y a merced de cualquier peligro. Y nada más lejos.
Lo que sucede es que confundimos la libertad con el derecho a ir haciendo daño alegremente  por donde pasamos. Eso no es libertad, eso lo hemos hecho todos saltándonos todas las prohibiciones, a pesar de ellas, incumpliendo a escondidas los pactos que libremente habíamos acordado. Luego, como no, llegan los remordimientos y las culpas que, por cierto tampoco nos garantizan que eso mismo no se vuelva a repetir.
Eso no es libertad, insisto. 
No se trata de hacer lo que nos dé la gana, sino de concedernos la gracia del perdón a lo que sea que ya hayamos hecho. Se trata de que seamos conscientes de que todos tenemos derecho a equivocarnos, reconocer el error, arrepentirnos y rectificar, pero sin esa lacra que es la culpa. Se trata de entender que sentirnos culpables, malas personas, egoístas... no nos aporta nada positivo ni nos ayuda a rectificar.
Libertad, por lo tanto, significa actuar sin miedo, desde el amor. Significa dejar de ver ataque fuera, no necesitar defendernos, no vengarnos, no recrearnos en el sufrimiento ajeno, no competir.
Libertad significa estar en paz con nosotros mismos y que esa paz sea la que rija nuestros actos. Y es, precisamente en este marco, donde todo vale.

Por lo tanto, claro que sí, todo vale. Faltaría más. 

miércoles, 1 de julio de 2015

Pienso, luego YO decido lo que pienso

Llegué a creer, como algo obvio, que yo era esclava de mis pensamientos, tal era mi incapacidad para controlarlos. Y, de hecho, así era. Porque soy yo la que fabrico mi realidad, por lo tanto, si me creo incapaz, soy incapaz.
Pues eso, que me  identificaba absolutamente con mis pensamientos: blanco, negro, bien, mal, felicidad, sufrimiento, bueno, malo, suerte, desgracia.  Y, en función de esto, me sentía de una manera u otra.  (Blanco=bien; Negro=mal; Suerte=bien; Desgracia=mal)
Hasta que, un día, alguien me dijo que yo no era ese pensamiento, sino que era el pensador y que, además, el pensamiento se podía entrenar, las creencias se podían cambiar y, desde ahí, uno podía empezar a decidir cómo se quería sentir.
La verdad es que aquella teoría me pareció de ciencia ficción, pero algo en mí decía que la idea no era descabellada, que si, por ejemplo, en determinadas culturas la muerte no está asociada al sufrimiento, es porque tienen creencias que los llevan a no sufrir.
Y me puse con eso, empecé a cuestionar mis creencias  (las que me producían sufrimiento, claro, las demás” virgencita, que me quede como estoy”). Y comprobé que, poco a poco, iba sufriendo cada vez menos, iba aceptando cada vez más, me iba dando cuenta de que el problema no estaba en lo que me ocurría sino en mis juicios acerca de lo que me ocurría.
Y fui juzgando todo y a todos cada vez menos, seguía teniendo preferencias pero ya no necesitaba que las cosas fueran como yo quería. Fui aceptando, pasito a paso, que solo yo determino si quiero sufrir o no. Fui, en definitiva, entendiendo que yo soy libre de pensar, de creer, de sentir lo que yo quiera, que ningún sufrimiento es inevitable. Esto no quiere decir que ya no sufra, todo hay que decirlo, sino que, por un lado sufro menos y, por el otro, cuando sufro tengo claro que dejaré de hacerlo en el momento en el que me lo proponga, que eso que estoy sintiendo no es sino el resultado de la maraña de pensamientos que en ese instante me rondan, pero que, cuando yo decida, volveré a mi paz.

Fui, en definitiva, entendiendo que en esto radica mi verdadera libertad, en no dejarme arrastrar por mi sistema de pensamientos y creencias y en entender que, desde el momento en que éstos me producen sufrimiento, son falsos y, por lo tanto, los puedo cambiar. Tan fácil como pararme en el camino a quitarme del zapato la piedra, pequeñita pero afilada, que no me está permitiendo disfrutar del viaje.