jueves, 31 de diciembre de 2015

Balance y cuenta de resultados

Cierto que cualquier momento es bueno para hacer balance y agradecer profundamente a la vida por las circunstancias a las que nos ha sometido y las personas a las que ha puesto en nuestro camino. Pero este día es especialmente propicio para hacerlo, puesto que despedimos un año y recibimos otro nuevo.
Si dejo de lado las cosas que me han sucedido y me centro en mi estado interno, sinceramente, no puedo estar más satisfecha, puesto que acabo este año habiendo adquirido ciertas capacidades que, para mí, eran muy importantes. Fundamentalmente la aceptación:  la virtud de poder recalcular el recorrido, como el gps, cuando las cosas no salen como esperaba, el abandono de la lucha encarnizada contra la vida para que las cosas salgan como yo quiero. Así soy mucho más feliz, adaptándome a lo que me va ocurriendo y que sé que no tiene remedio, aceptando que, a veces, ganamos y nos salimos con la nuestra y, otras, la vida se impone y nos da lecciones brillantes. 
Este año ha sido movido, han ocurrido muchas cosas, ha habido cambios muy importantes y, algunos, hubiera preferido que no sucedieran pero yo, con todo, a nivel interno, soy más feliz, estoy más calmada, más estable, observando lo que va aconteciendo para ver cuál es mi aprendizaje. Segura de que todo esto me lleva a convertirme en la persona que me encantaría ser, convencida de que todo lo que pasa va en esa dirección,  en ir eliminando de mi mente los obstáculos que yo misma me iba colocando y que me impedían ser completamente feliz.
Así que, mi agradecimiento profundo a este año que termina y que el que empieza venga cargado de paz y amor.
¡FELIZ AÑO A TODOS!

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Figuritas

Me fascina esta historia, como me fascina la gente valiente que, pasando de todo y de todos, se centra en lo que de verdad ama: "Winston & Strawn es un bufé de abogados fundado en Chicago hace siglo y medio y que hoy cuenta con sedes en tres continentes. Una de sus jóvenes promesas a principios de la década del 2000 era Nathan Sawaya. Nacido en Colville, Washington, Sawaya había terminado estudios de derecho en la universidad de Nueva York y allí vivía trabajando doce o catorce horas diarias en el departamento corporativo de la firma. La mayoría de sus colegas prefería liberar la tensión del día en el gimnasio o entre copas, pero Sawaya huía a su apartamento y se encerraba a pintar o esculpir en arcilla. Insatisfecho con el material, insatisfecho en general, intentó también trabajar las esculturas en alambre y por un tiempo elaboró mosaicos con caramelos de colores." ..."Trabajaba entre 12 y 14 horas diarias hasta que, un día, decidió dejar su trabajo para dedicase a su verdadera pasión: hacer figuras de Lego"
Me imagino la cara de sus padres, de sus compañeros de despacho, de sus clientes, de sus amigos... el día en que les comunicó que lo dejaba todo para hacer figuritas con los Lego. Ya ves, nada más y nada menos que figuritas de Lego. A ver cómo se digiere eso. Apuesto a que todos pensarían que se le había ido la cabeza, que se había vuelto idiota. Porque cuando uno se sale de la norma, cara a los demás parece idiota, un iluminado, un irresponsable... 
Pero mira tú por dónde, después de ir dando tumbos pintando en arcilla, haciendo esculturas con alambres, creando mosaicos con caramelos y demás, este hombre ha triunfado con los Lego y sus exposiciones gustan mucho y sale en las noticias en España y es famoso. Pero, sobre todo, hace lo que le apasiona y ha tenido el coraje de mandar a tomar viento su trabajo, la opinión de los demás y los convencionalismos. Se ha dado el tiempo necesario para indagar qué es lo que realmente quiere y no ha desistido hasta que lo ha encontrado. 
Cuando ayer lo vi en la tele, me admiró muchísimo pero me puse a pensar en el hecho de que esta decisión la tomó en el 2000 y hasta 2011 nadie le invitó a que expusiera su obra. Es decir, tuvo la santa paciencia de perseguir su sueño durante 11 años sin más, solo porque amaba lo que hacía.
Cuando sabemos de él, ya es famoso, ya expone, ya es un referente. Pero me encantaría que me contara cómo ha vivido esos 11 años, creando figuras sin más, sin esperar nada a cambio. Porque eso es lo que realmente me admira, esa capacidad de poner pasión en las cosas solo para ti, sin esperar a que los demás te lo reconozcan, dejando de lado todo lo demás: tu posición social, tu dinero, tu estatus, la valoración de los demás. Quien es capaz de hacer eso, es grande. 
Normalmente, cuando vemos esto en los demás, nos admira, nos da una especie de envidia incluso, nos encantaría ser así. Pero queremos empezar por el final, queremos dejarlo todo para, pasado mañana, haber triunfado. Nos queremos cambiar por esta gente pero sin pasar por todo lo que ha pasado esa gente, algo rápido, instantáneo. 
Y claro, no es así. El camino no tiene por qué ser fácil ni corto. Y entonces nos asaltan las dudas y creemos que no lo lograremos porque, de repente, se nos olvida que no hay ninguna meta que conseguir, que la meta es hacer lo que nos apasiona, sin resultados, sin tener que agradar a nadie, sin premios, sin nada de nada, más que nuestra pasión. 
He aquí la escultura que, según él, representa ese cambio de mentalidad. Para mí, es abrirte a escuchar a ese guía que llevamos dentro.



miércoles, 23 de diciembre de 2015

Para, que yo me quedo aquí.


Ayer hablaba con un amigo acerca del esfuerzo que ponemos a veces en que una relación salga adelante. Está claro que no se trata de tirar la toalla a la primera de cambio pero es curioso cómo, a veces, nos empeñamos en mantener una relación en la que, a todas luces, no somos felices. Y no digo que sea la relación la causante de nuestra infelicidad, claro, sino que es más bien al revés, no nos sentimos felices y plenos y atraemos relaciones que no hacen sino demostrarnos cómo estamos a nivel interno.
Aquí está el meollo de la cuestión, en la infelicidad que traemos de casa, en esa sensación de que somos seres incompletos y de que hallaremos fuera eso que, por fin, nos completará y que nos hará felices y comeremos perdices. 
Pues no, nada que ver. 
Desde este estado de carencia, de necesidad y de ser incompletos no podemos atraer nada sano, no podemos tener una relación fluida, sin miedos ni malos rollos, puesto que nadie va a darnos lo que creemos que nos falta. Así, solo atraeremos personas que nos harán sentir más desdichados todavía y, pese a que las culparemos de nuestras desgracias, nos quedaremos con ellas, nos conformaremos con lo que estimamos que son migajas, puesto que no creemos merecer más. Una de cal y otra de arena y ya estamos entretenidos. 
Incluso, en ocasiones, a este fenómeno que consiste en estar un día en la cresta de la ola y al día siguiente en lo más profundo del océano, lo llamamos "sentirse vivo". Y esa sensación engancha. Mucho. 
En un momento dado conviene decir basta, paso de esto, aquí me quedo. Y recogernos, volver a casa y estar con uno mismo, darnos nosotros mismos lo que buscamos desesperadamente que nos den de fuera para así podernos relacionar, por fin, sin mendigar, sin poner nuestra felicidad en manos de nadie, desde la absoluta libertad y responsabilidad. 
Porque somos los únicos responsables de todo lo sentimos y de las experiencias que vivimos dado que, en última instancia, las estamos permitiendo. 
Lo he oído decir muchas veces pero es de las verdades más absolutas que conozco, nunca nadie nos va a amar ni vamos a poder amar a nadie si no nos amamos y nos respetamos a nosotros mismo antes. Imposible.

martes, 15 de diciembre de 2015

¡Salta!

Hace unos veranos nos fuimos a bañar a un río en el que había una piedra que estaba a una cierta altura y desde la que las personas se tiraban al agua. La verdad es que la sensación era muy divertida, no diría agradable ni tampoco daba miedo, era muy divertida. 
Nos fuimos tirando todos, por orden. Teníamos entre 8 y 43 años y nos lo estábamos pasando súper bien. Pero había un niño, adolescente, que no se quería tirar, tenía miedo. Y empezamos todos a explicarle que no pasaba nada, que mira cómo todos nos estamos tirando, que es chulísimo, ya verás... Y lo convencíamos, de verdad que lo convencíamos. Pero, en cuanto se asomaba al vacío, era incapaz de tomar impulso y saltar. Y otra vez vuelta a empezar: mira cómo todos nos estamos tirando, que es chulísimo, ya verás... Y se volvía a asomar, convencido de que esta vez sí, pero volvía a recular. Hasta que alguien lo ayudó, lo cogió de la mano y se lanzó con él, permitiéndole vivir esa sensación de vacío. Y al adolescente le gustó, le gustó muchísimo y vio que no pasaba nada, que era chulísimo. Pero hemos vuelto a ese río varias veces y nunca ha podido saltar él solo. De hecho, no ha vuelto a hacerlo. 
El caso es que el miedo es una emoción y, por lo tanto, es imposible vencerla razonando. Ya nos pueden explicar que no pasa nada, que menuda tontería, que no tiene sentido...Lo mismo nos da. De hecho, nosotros, a nivel consciente, todo eso ya lo sabemos, por mucho que nos lo repitan la cosa no va a cambiar. 
El miedo, esa emoción que nos paraliza y que nos impide tomar decisiones que nos gustaría tomar, de la única manera que se vence, es ignorándolo. Solo podemos actuar como si no existiera, hacer las cosas independientemente de él, atrevernos, traspasarlo. 
Entonces nos damos cuenta de que, en nuestra imaginación, todo era mucho peor, de que la realidad no era para tanto, de que vaya chorrada la que nos tenía paralizados y de que, de haberlo sabido antes...
Vale la pena saltar, siempre, a veces con prudencia, eso sí. Nunca es para tanto. La realidad nunca es tan complicada como nos la montamos.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Bajar al sótano


En las pelis que me gustan de hechos reales (y no tan reales), ésas que hacen los fines de semana después de comer y que miro en "modo avión", suele haber casas muy bonitas y acogedoras, casas en las que la gente es aparentemente feliz y donde reinan la armonía y la estabilidad. Esas casas suelen estar habitadas por personas de todo tipo, hay gente afable, hay gente huraña, pueden ser jóvenes, viejos, viejóvenes... lo mismo da. 
Debajo de todo ese idilio, suele haber un sótano. Un sótano que da miedo, lúgubre, tenebroso, oculto, aparentemente olvidado, tanto que a veces ni tiene luz y hay que bajar con linterna. Allí se acumulan el polvo y todos los trastos inútiles que uno no quiere, que nunca va a recuperar, pero ahí están. Nadie pasa nunca por allí, parece que no forme parte de la casa. 
En el sótano es donde se cuece todo el percal. Ahí es donde el asesino en serie esconde los cadáveres, donde aparecen las fotos que lo explican todo, donde se guarda el arma del crimen... Ahí es donde suele morir el sheriff cuando entra a fisgar, porque el dueño de la casa no consiente que nadie se asome; no en vano, al abrir la puerta, tras el típico chirrido de las bisagras, lo primero que vemos son unas escaleras empinadas que nos advierten de la gravedad del asunto. 
Es la parte de la casa que más miedo da, es la sombra que todos tenemos debajo de tanta apariencia de felicidad.
Tarde o temprano, creo yo, hay que armarse de valor y adentrarse a desempolvar todos los recuerdos, sobre todo los dolorosos, recoger los cadáveres y recuperar las armas. Y sacarlos a la luz y, de ahí, al contenedor (en el caso de los cadáveres, mejor una sepultura digna, algo más respetuoso que un contenedor verde). 
Sin embargo, en el sótano, en medio de toda la mierda, también está la inocencia que un día fuimos y que hemos olvidado, el amor que hemos negado que somos por miedo a que nos hagan daño, la confianza que hemos perdido, la capacidad de sorprendernos por cualquier cosa... Todo eso que éramos capaces de sentir y que hemos ido ahogando y reprimiendo pensando que nos acabaría envenenando. 
Siempre llega el día en que hay que bajar al sótano, en soledad, en absoluta soledad, para hacer inventario, mirar todo lo que hemos ido dejando allí, recuperar lo que nos sirve y tirar, sin apegos, lo inútil; para deshacernos de los cadáveres que han ido quedando por el camino; para destruir las armas que hemos guardado por si acaso un día las necesitábamos; para poner orden y dejarlo todo bien limpio, colocar bombillas y empezar a integrar esa zona en el resto de la casa, convertir ese cuarto de los horrores en parte del hogar.
A mí, hace unos días, me llegó la hora de bajar al sótano. 

martes, 1 de diciembre de 2015

No pudo ser y no fue. Y sin embargo...

Me queda la alegría de haberlo hecho lo mejor posible, era imposible pedir más porque no tenía más que ofrecer. Todo lo que soy es todo lo que di. De momento soy eso.
Me queda la satisfacción del camino recorrido, de saber que ha valido la pena, que ha sido un aprendizaje único para mí, nunca antes había aprendido tanto. 
Me queda la gratitud del que sabe que ha recibido lo máximo que le podían dar, no había nada más que dar. 
Me queda la experiencia de ser feliz en mitad de la tristeza (he conseguido aprender que la felicidad es una calma sostenida, no un pico de alegría).
Y, sobre todo, a mí, me quedan muchos recuerdos, bellos recuerdos y un enorme regusto a amor.