viernes, 26 de febrero de 2016

Vaciar la taza a los 40.


Es indiscutible que, alrededor de los 40, a muchos nos atrapa una crisis existencial que nos descoloca. 

(Crisis (del latín crisis, a su vez del griego κρίσις)1 es una coyuntura de cambios en cualquier aspecto de una realidad organizada pero inestable, sujeta a evolución.)

A los 40 creemos estar, más o menos, en el ecuador de la vida y nos damos cuenta de que la hemos dedicado a experimentar ensayo/error, ensayo/error y que, aún así, no hemos encontrado la fórmula de la felicidad, que seguimos siendo marionetas en manos de los acontecimientos y que tiene que haber otra manera. Necesariamente tiene que haber otra manera.
El tema es que, mientras nos devanemos los sesos rebuscando en el baúl de los recuerdos el motivo del problema (posibles traumas, vivencias que nos hayan podido marcar...) para ver si aparece la pieza del puzzle que falta y que lo explicaría todo, vamos a seguir perdiendo el tiempo. Porque ni el problema está afuera, ni está afuera la solución. Es más, si lo estuviera, perderíamos todo el poder sobre nosotros mismos. 
Pero es que no sabemos hacer otra cosa, nos hemos pasado la vida mirando al exterior, hacia los demás, hacia el pasado, hacia el futuro... No tenemos ni idea, en realidad, de quiénes somos, de lo infinito de nuestra responsabilidad en todo lo que vemos, precisamente porque somos nosotros quienes lo vemos y quienes lo interpretamos. "Nada en este mundo me es ajeno" (UCDM)
Éste es el punto de partida. Dado que hasta ahora nada ha funcionado, dado que nos hemos pasado media vida reaccionando a todo lo que la vida nos ha ido ofreciendo o "quitando", no nos queda otra que reconocer, con absoluta humildad, que estábamos equivocados y que no teníamos ni idea de nada. 
A eso se le llama "vaciar la taza": a estar dispuesto a abandonar todas las ideas y creencias que creemos que conforman nuestra identidad y reconocer que NO SABEMOS NADA. 
Sin embargo algo sí está claro: si sufrimos, estamos equivocados porque el sufrimiento no es inherente a una mente libre, sino algo propio de una mente condicionada, empeñada en hacer las cosas a "su" manera, convencida de que tiene la verdad absoluta y que todo lo que no coincida con ella es erróneo.
Llega un momento en que tenemos que estar dispuestos a vaciar esa mente que se cree que todo lo sabe, para estar abiertos a recibir otro tipo de información, para poder sustituir las antiguas creencias de dolor, miedo y sufrimiento por aire fresco. Reemplazar lo antiguo por confianza, invulnerabilidad, amor incondicional y paz. 
Ambas creencias no pueden coexistir, es imposible. O creo en el miedo, o creo en el amor, o soy víctima de mis circunstancias, o soy responsable de cómo me siento, puesto que yo lo he elegido.
La verdad, da un poco de vértigo puesto que hacemos de nuestras creencias los pilares de nuestra identidad y, al eliminarlas, nuestra identidad se desmorona. Y eso da miedo, es como si te rompieras por dentro, como si te encontraras de repente en un lugar desconocido desde el que no te sientes capaz de volver a casa, a tu zona de comodidad, a lo conocido, a lo que llamas "seguridad". De repente, nada te es familiar, empiezas de cero, como el que sufre amnesia después de un accidente y tiene que aprenderlo todo de nuevo. 
Pero no pasa nada, esa identidad que se desvanece era falsa, por eso precisamente se desvanece, solo lo falso se puede destruir, la verdad es inalterable siempre, nunca puede ser amenazada. Sin embargo, esa identidad falsa que desaparece cuando decides aprenderlo todo desde el principio, necesita que tú la sostengas y la alimentes para subsistir. Si dejas de hacerlo, tiene los días contados. 
Déjala que muera, eso que tanto valoras y que necesitas que lo demás valoren no eres tú. Olvídate de todo lo que has dado por cierto hasta ahora y empieza de nuevo.
A los 40, aún tienes media vida por delante. Está en tu mano seguir como hasta ahora o empezar a vivir de otra manera.

lunes, 22 de febrero de 2016

Pre-ocupaciones


Es increíble hasta qué punto desconecto del trabajo cuando llego a casa, sea cual sea el marrón que haya. Ni me acuerdo. Así que he pasado un fin de semana de lo más tranquilo, haciendo cambios en mi casa (me encanta hacer cambios en la decoración) y quedando con la gente a la que quiero. 
Sin embargo, hoy, ya lunes, de madrugada, no sé por qué, me he despertado a las 3 y media y la cabeza ha empezado a ir por su cuenta. Se me han ocurrido un montón de desastres que podían ocurrir hoy al llegar al trabajo, la cantidad de cosas que me iba a pedir mi jefe y que no tenía hechas y que no tendría tiempo de hacer. Pensaba en todo lo que había dejado a medias el viernes y me iba poniendo cada vez más nerviosa y se me iba ocurriendo problemas nuevos, algunos incluso imposibles.
Y todo era querer centrarme en el ahora, decirme a mí misma que cuando llegara al trabajo lo solucionaría pero que, a esas horas y desde mi cama, era imposible poder hacer nada, así que lo más sensato era dormirme y descansar hasta que sonara el despertador. Pero todo esfuerzo por auto convencerme y tranquilizarme era inútil. 
He intentado poner la atención en mi respiración y eso ha funcionado más, he conseguido relajarme y, aunque no he vuelto a dormirme profundamente, no estaba tan nerviosa.
Y, entonces, suena el despertador y me ducho, me visto, pongo los almuerzos de mis hijos, bajo al perro y llego al trabajo. Y ni un marrón ni medio, todo perfecto, todo dentro de plazo, sin complicaciones... lo que es un día estupendo. 
Entonces, me acuerdo de Emilio Duró, que dijo que el 98% de las preocupaciones que tenemos nunca llegan a materializarse. Y me acuerdo de este verano, que me fui preocupadísima por una situación inevitable que se daría a la vuelta de vacaciones y nunca se dio.
Y me digo a mí misma que vaya manía tenemos los humanos de jodernos la vida imaginando situaciones drásticas, que, puestos a imaginar, ya podríamos imaginar cosas bonitas (aunque luego nos frustraríamos cuando no se dieran en realidad). Y me sorprende que el cerebro no distinga entre realidad y ficción porque yo, esta noche en mi cama, lo he pasado tan mal como si estuviera viviendo todo aquello que estaba pensando que iba a ocurrir, aun sabiéndome en mi casa, metidita bajo el edredón, "a salvo".
Se pasa tan mal y es tan inútil que, si pudiera pedir un deseo, pediría no volver a pre-ocuparme nunca más por nada. 
Nunca. Por nada. 

miércoles, 17 de febrero de 2016

La vajilla de invitados

Hace años, en las casas, había una vajilla de invitados, un comedor de invitados y un montón de cosas de invitados. Era lo bonito, lo caro, lo que uno guardaba para impresionar cuando venía gente de fuera.


Hoy, eso ya no se suele dar, sin embargo, seguimos teniendo ese tipo de conductas. Seguimos haciendo para los demás cosas que no hacemos para nosotros mismos. 
En mi trabajo, nos hemos puesto de acuerdo tres personas para que cada día traiga uno la comida y compartirla. Y, desde entonces, da gusto comer. Porque ahora, al tener que cocinar para otros, ponemos más interés, más mimo y nos curramos unas comidas buenísimas. Sin embargo, cuando cada uno se tenía que encargar de su propia comida, el resultado era triste, porque a ninguno nos compensaba cocinar para uno mismo.
Es, cuanto menos, un planteamiento curioso, pero hay un sinfín de ejemplos: nos ponemos guapos para salir y en casa vamos con cualquier cosa (ropa de ir por casa), arreglamos la casa más cuando va a venir gente, limpiamos más el coche por fuera que por dentro y cosas por el estilo.
Y no deja de ser extraño, eso de que hagamos esfuerzos por los demás que no haríamos por nosotros mismos, eso de que cuidemos y mimemos a los demás mientras pensamos que nosotros no lo merecemos, que con cualquier cosa nos apañamos.
Pero, además, esa forma de actuar nos lleva a que esperemos esfuerzos por parte de los demás, es decir: "yo paso de mí, paso de cuidarme, de invertir tiempo en mi bienestar, pero hazlo tú porque a partir de ahora es tu obligación, si quieres que me sienta bien". Le pasamos la pelota al otro, porque alguien nos ha de cuidar y, si no lo hago yo, lo tendrás que hacer tú.
¿Por qué no volvemos a plantearnos estas conductas y empezamos a sacar la vajilla de invitados para comer algo que nos guste mucho y que nos hayamos cocinado, con mimo y amor, previamente? ¿Por qué no empezamos a ponernos guapos para ir por casa y tiramos todos esos harapos que hemos guardado para vestirnos cuando nadie nos ve? ¿Por qué no empezamos a asumir que solo somos responsables de nuestra felicidad, solo nosotros, solo de la nuestra y dejamos de exigir a los demás respeto para empezar a respetarnos? ¿Por qué no dejamos de es-forzar-nos por los demás y, de paso, dejamos de forzar a los demás para que, con sus conductas, nos alimenten cuerpo y alma?
Nadie tiene más valor que uno mismo, ni menos, claro. 
El mejor invitado de uno es uno mismo.

lunes, 15 de febrero de 2016

Hoy, al levantarte...


¿Qué pasaría si, hoy, al levantarte, te dieras cuenta de que estás preparado para aceptar todos los cambios del día, todo lo que hoy la vida tiene preparado para ti, sin límites?
¿Y si te dieras cuenta, pero de verdad, de que no controlas nada, de que nunca has controlado nada, de que no es cierto eso que siempre has creído, es decir, que "si hago esto, pasará esto y si hago lo otro, pasará aquello otro?" 
¿Y si tuvieras la humildad suficiente como para darte cuenta de que no se puede luchar contra la vida porque el universo no está a tu servicio?
¿Y si confiaras, no en que todo lo que te rodea vaya a salir como habías planeado, sino en tu invulnerabilidad?
Entonces, todos los esfuerzos que hasta ahora has malgastado en cambiar la forma de tu mundo para adecuarlo a tus caprichos, a tus preferencias o tus supuestas necesidades, los invertirías en cambiar tu modo de mirar este mundo. 
Entonces, no tendrías miedo porque estarías preparado para cualquier cosa.
Entonces, serías libre porque tu felicidad no estaría condicionada a nada.
Entonces, no tendrías miedo.
Y, sin embargo, la idea de estar preparado para aceptar todos los cambios que puedan ocurrir da miedo. Porque la libertad da miedo, el amor da miedo y la felicidad da miedo. 
Como da miedo todo lo desconocido. Como da miedo comportarnos como nunca antes lo habíamos hecho.

lunes, 8 de febrero de 2016

Mi querido Liceo


Nunca he sido una niña rebelde, ni una adolescente rebelde, ni una mujer rebelde. No lo he sido por lo menos en las formas. No he necesitado portarme mal, pegar a los demás niños, afeitarme la cabeza, tintarme el pelo de colores raros, transgredir normas, acudir a manifestaciones, reivindicar mis derechos de mujer cayendo en comportamientos típicamente masculinos... (aunque sí que los he reivindicado sin descanso). Siempre he ido a mi marcha, sin hacer ruido, educadamente, he sido muy "normalita" en este aspecto.
Hace poco vi, en el blog de un profesor de literatura de un instituto, la presión que se le metía a un chaval de 14 años para que asistiera a clase y estudiara cuando él lo que quería ser es mecánico y todo lo demás le daba igual. Dejo aquí el enlace porque vale la pena leerlo: https://lautopsia.wordpress.com/2014/01/30/hasta-la-polla/

La cuestión es que me acordé de mi colegio, al que fui hasta COU y donde fui súper feliz, pese a que nunca me ha gustado nada (NADA) estudiar. Me acordé del sistema francés y de lo bien que lo hicieron conmigo. Porque yo era pésima en todo lo que no me gustaba, incluso en gimnasia. Lo que se dice nula. Y me dejaban en paz, me dejaban vivir tranquila porque sabían que no había nada que hacer, que, a pesar de no ser tonta, nunca iba a dedicar ni un minuto a estudiar esas cosas que odiaba tanto. Además, allí podías suspender y ni recuperabas la asignatura ni repetías, pasabas a otra cosa, mariposa. La decisión de repetir la tomaban los profesores en una reunión a la que mi madre siempre asistía con los nervios a flor de piel. Pero nunca me hicieron repetir, aunque suspendiera un carro. Porque era buena en lo mío: en inglés, en francés, en versión, en filosofía, en literatura y ya. En nada más. En lo demás era un desastre. Ellos lo asumían y en mi casa lo acabaron asumiendo también. 
En el Liceo me enseñaron disciplina, respeto, allí no consentían la soberbia ni la mala educación y el profesor que tragaba no solía ser francés. Eso me gustaba, de hecho la Courtine y el Manza eran mis preferidos. Una era seria y rígida como ella sola y el otro repartía galletas por doquier y aún así todos lo querían con locura. Eran adorables, se implicaban. Siempre y cuando no fueras un chulo maleducado, podías hacer de tu capa un sayo.
Me enseñaron también a pensar por mí misma, nadie me dirigía, nadie me imponía nada. Era todo muy libre. Eso sí, eras responsable de tus actos, nadie te regalaba nada.
Esa libertad que me daban llegaba al punto de que en física, el Bros nos dejaba a una amiga (tan perdida como yo) y a mí hacer los exámenes juntas, al lado de otra compañera que sabía un montón, siempre y cuando no la molestáramos al copiarnos, o hacer el examen entre varias... Me han llegado a dejar dormir alguna vez en clase de filosofía y, al repartir las hojas de los ejercicios, dejármela encima de la cabeza para no despertarme. Nadie me agobiaba, me dejaban absolutamente libre de elegir qué quería y qué no quería estudiar. Sin presiones, sin castigos, lo asumían completamente. Y nunca he tenido ningún trauma por mis escasos conocimientos de casi todo, no me considero burra, ni paleta, ni torpe. Soy capaz de relacionarme con normalidad en cualquier ambiente porque, cuando no sé nada del tema del que se habla, cosa que tampoco se da todos los días porque la gente no habla de los logaritmos neperianos ni va por la vida sumergiendo pesos en un fluido para ver la presión que ejercen vertical y hacia arriba, escucho y no necesito más. Me divierto igual.
Con mis hijos tengo manga ancha en los estudios, lo reconozco, trato de no agobiarlos y los entiendo perfectamente, aunque el sistema del colegio al que van es diferente y no les queda otra que aprobar. Pero veo sus exámenes y alucino y me enseñan sus libros y me horroriza pensar que tengan que estudiar todo eso, porque tampoco es que estudiar les apasione. No les presiono porque sé que no sirve para nada, porque adquirir conocimientos no les va a hacer ser más felices ni mejores personas.
Además, pienso ¿por qué se nos llena tanto la boca con lo importante que es trabajar en lo que a uno le gusta y, sin embargo, hacemos con los niños todo lo contrario? ¿Acaso ellos tienen menos derecho que nosotros a esa pasión por el trabajo o es que ese derecho se adquiere con la edad y no desde que naces?
Yo creo que los niños también tienen se merecen que se respeten sus gustos y sus pasiones.
Lástima que de eso no haya en los colegios.


miércoles, 3 de febrero de 2016

Dentro y fuera: causa y efecto.


Cuando nos sentimos mal, pensamos que la causa está afuera y que nuestro sentir es el efecto de lo que está ocurriendo, pero es justamente al revés. Mientras sigamos invirtiendo el orden de las cosas solo cambiarán los escenarios, pero la causa del sufrimiento permanecerá inmutable. Porque la causa no está en lo que vemos, en lo que nos ocurre, en lo que nos hacen o en las experiencias que vivimos, sino que todo esto es efecto de nuestro sufrimiento interno.
La causa está en nosotros, en nuestro orgullo, en nuestro control, nuestros complejos, nuestra desconfianza, nuestra rabia... Todo esto preexiste y, por tanto, es desde ahí desde donde nos relacionamos, desde donde observamos. Todo lo vemos a través de esos cristales y, sinceramente, ¿se puede ver algo tal y como es con unas gafas que distorsionan?
Sin embargo, pensamos que esto funciona a la inversa, creemos que sentimos rabia por algo que nos ha ocurrido, sin que nosotros hayamos tenido nada que ver, creemos que nos limitamos a reaccionar de manera natural y espontánea. Pero no, nosotros juzgamos, nos empeñamos en controlarlo todo, tenemos miedo... Ése es nuestro punto de partida y en este estado interno observamos todo lo que nos rodea, lo juzgamos y, entonces, nos creemos víctimas de las circunstancias, creemos que nuestra reacción es la consecuencia de un acontecimiento externo cuando en realidad somos nosotros los que proyectamos nuestro estado interno a todo lo que nos rodea.
De no ser así, no podríamos intervenir en nuestras reacciones, nos vendrían impuestas. Menos mal que siempre podemos decidir dejar de mirar hacia fuera y empezar a mirar hacia dentro, abandonando esa idea de causa/efecto para tomar responsabilidad sobre nuestro sentir.
En ese momento, dejamos de investigar causas, dejamos de buscar culpables, dejamos de aferrarnos a todos los pensamientos que nos llegan en cascada y que nos reafirman en la idea de sufrimiento. Porque estos pensamientos son nuestra responsabilidad, nosotros los hemos creado, con nuestras creencias, nuestro pasado, nuestros miedos...y nosotros les damos credibilidad... o no. Nosotros los parimos, nosotros decidimos.
Cuando dejamos de hacernos las víctimas, nos damos cuenta de que lo único que nos hacía sufrir era esa película que nos estábamos contando, el dramatismo con el que la estábamos adornando. Entendemos que todo este drama empieza y acaba en nosotros, que somos el guionista, productor, director, actor principal y el espectador de esta película que es nuestra vida. Y, si cambiamos el rollo de la película y ponemos otra más alegre, cambiará nuestro sentir. 
Porque hay muchas maneras de contarnos lo mismo, sin necesidad de engañarnos. Porque, además, las cosas nunca son como nos las contamos, nunca son tan graves, no somos objetivos. Esto es algo que se ve perfectamente con el tiempo y la distancia: si lo que nos hace sufrir  tanto hoy, dentro de 10 años será una chorrada, quiere decir que ya lo es, pero que no queremos verlo así, queremos añadirle una enorme carga dramática porque, en el fondo, somos adictos al sufrimiento. También lo vemos cuando se lo contamos a otra persona y le quita hierro al asunto: si nuestro drama no lo es tanto para otro, quiere decir que no tiene por qué serlo necesariamente para nosotros, que ese dramatismo es una elección personal pero que no es inevitable.
¿Para qué esperar 10 años a darnos cuenta de que era nuestra manera de ver las cosas lo que nos atormentaba, pudiendo empezar ahora?