domingo, 8 de marzo de 2020

El vaso con hielos


Dicen que un enfermo muere tal y como ha vivido. Y no parece ninguna tontería.
Yo creo, además, que los últimos días son de auténtico recogimiento, en todos los sentidos.
Es momento de hacer balance, de valorar, de amar sin miedo y de disfrutar, pero esta vez de verdad, de todo lo que has sembrado.
Solo he vivido la muerte de una persona realmente cercana: mi padre. Y desde luego que fue un episodio más de lo que fue su vida. Nuestra vida.
Mi padre nos lo hizo fácil, muy fácil. Y, sobre todo, nos lo hizo divertido, consiguiendo anteponer el sentido del humor al dolor. Él siempre decía que no había que tomarse la vida demasiado en serio, no desde un punto de vista práctico, sino a nivel interno.
Mi padre se fue haciendo reír a todo el que venía a verle, se fue sin quejarse, sin lamentarse de nada, rodeado de la gente a la que quería, sin nada más que hacer que dar y recibir amor.
Si tuviera que definir su muerte, creo que usaría la palabra “naturalidad”. Esa semana nos pareció, hasta el final, una semana más. No montó ningún drama, no se despidió de manera exagerada sino que nos dijo, uno a uno, a los 4, lo que nos podía haber dicho en cualquier otro momento, si hubiera sido una persona expresiva.
Para él, mientras no estuviera muerto, estaba vivo.
Por eso me pedía todos los días, desde su cama del hospital, que le pusiera en la tele el programa de Arguiñano, aún sabiendo que nunca podría hacer esas recetas. Poco importaba, él seguía queriendo ver cocinar a ese hombre, sin más expectativas.
Por eso, por el mero hecho de seguir disfrutando de las cosas sencillas, no abandonó sus rutinas.
Mi padre, con su muerte o, mejor, dicho, con su forma de morir tan tranquila, tan pacífica, me enseñó que no conviene entrar en conflicto con lo inevitable. Me enseñó que el único sufrimiento lo provoca la resistencia a lo que es; que si fluyes con la vida, o con la muerte, es todo mucho más sencillo. 
Él todavía no se quería morir, había aún cosas que quería hacer, pero sabía que en este caso poco importaba lo que él quisiera, que ésa era una batalla que no le convenía librar porque la tenía perdida de antemano. El cáncer era su enemigo pero, cuando llegó el momento, se unió y se rindió a él con absoluta paz. 
Mi padre me enseñó que siempre se puede mantener la calma, aun cuando tienes miedo. Basta con aceptar que tienes miedo y hacerte su amigo. Basta con mirar adentro, y a tu alrededor, ver cuánto amor emana de todo y, desde ese poder que nos hace invulnerables de verdad, reconocer que estás preparado para lo que venga, a pesar de que darías lo que fuera por que viniera algo distinto,
Mi padre murió, efectivamente, como vivió. En la disertación de su vida, la conclusión fue perfecta, armónica y reveladora para los que lo acompañamos.
Ha pasado ya un año y medio y yo sigo maravillada de cómo una persona puede hacer de una despedida algo tan bello y tan reconfortante.
Ha pasado un año y medio y aún recuerdo que fue todo tan “normal” que solo tuve conciencia de que había llegado el final en el momento en que bajé a la cafetería y pedí, una vez más y por inercia, un vaso con hielos para subirle a su habitación.
En realidad a la que había sido, hasta unas horas antes, su habitación. Y que ya estaba vacía.