jueves, 26 de noviembre de 2015

Decir adiós


Cuando una persona llega a nuestras vidas, es para enseñarnos algo, siempre es para enseñarnos algo. El tiempo que permanezca a nuestro lado estará en función de la disposición a aprender juntos. Puede que dure toda la vida, puede que no. Pero si llegamos a un punto de estancamiento, si llega ese día en que vemos que no, que ya no, que hemos dejado de aprender el uno del otro para pasar al ataque frontal, a las acusaciones, a considerar al otro un rival en lugar de un compañero de viaje, es mejor decir adiós. Aunque duela, aunque esa decisión nos destroce por dentro, aunque sintamos que nos han arrancado una parte de nuestro corazón. 
Con todo y con eso, es conveniente dejar ir cuando llega ese momento, entender que lo que nos une es miedo, necesidad, apego... o amor, incluso si hay amor. Sobre todo cuando hay amor, pues es una muestra de amor infinito hacia la persona que sale de nuestras vidas (y hacia nosotros mismos) el darnos la libertad para dejar a un lado la insatisfacción, la rabia y la necesidad que reinaba en la relación. 
Lo ideal es hacerlo de manera amorosa, pero hay veces que es imposible. En ocasiones necesitamos provocar un conflicto tan insoportable que nos permita aferrarnos a él como excusa para hacer saltar todo por los aires. Y se pierden las formas. Y se odia. Y se grita. Y se falta al respeto. Y se demoniza al otro. Y acabamos convencidos de que ha sido todo una pérdida de tiempo enorme, de que nos han estado tomando el pelo y manipulando y de que nada ha valido la pena. Pero esto no deja de ser una coraza para evitar el sufrimiento de la pérdida. Detrás de la coraza encontraremos lo de siempre, una petición de amor. Una desesperada petición de amor.
Así de duro es, a veces, decir adiós.


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