lunes, 9 de noviembre de 2015

Molaría

Siempre me parto cuando alguien compara alguna sensación (placentera, por cierto) con estar en el seno materno, como si alguno se acordara de lo que se siente en el seno materno. Sin embargo, hay algo que me fascina del feto y es esa manera tan perfecta y natural de dejarse llevar y de confiar.
La necesidad de controlar es la hija del miedo, dice Jorge Lomar. Y ahí está el feto, ajeno a todos los percances, ajeno a los peligros, ajeno a la cantidad de posibilidades de que algo salga mal.
Ahí está, solo, nadando en el líquido amniótico, tan tranquilo, con la seguridad absoluta del que sabe que tiene todo lo que necesita. Nada le preocupa. No está pendiente de que cada cosa se coloque en su lugar, no está dirigiendo el proceso de gestación. Simplemente, está, se hace presente, se deja llevar. Sin miedo, sin ansiedad, que sea lo que tenga que ser. Aún cuando las cosas no salen del todo bien, aún cuando hay malformaciones, da lo mismo. El nivel de ansiedad es nulo.
Así me gustaría vivir, con esa confianza en que todo va a salir bien, todo se va a acabar colocando en el lugar correcto, con ese aplomo del que sabe desde siempre que no controla nada, que no hay nada que controlar, que es absurdo dejarse la piel en empeñarse en que todo tenga un forma concreta. 
Así me gustaría pasar el tiempo, dejándome llevar, aceptando cada instante tal y como es. Sin ansiedad, sin la locura de quererlo tener todo atado, de trazar un plan para cada situación (un plan A, un plan B y un plan C, por si fallan el A y el B)
Quiero ser como un feto, sí, con esa inocencia tan pura. Quiero dejar de agobiarme, limitarme a estar presente, a vivir sin miedos, a comprobar que todo encaja sin necesidad de lucha, quiero dejar de empeñarme en nada, solo vivir mi experiencia, sea la que sea. 
No sé vosotros, pero yo veo imágenes de un feto y lo que primero me viene a la cabeza es la sensación de paz y de confianza. ¿Qué más se puede pedir?

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