jueves, 3 de diciembre de 2015

Bajar al sótano


En las pelis que me gustan de hechos reales (y no tan reales), ésas que hacen los fines de semana después de comer y que miro en "modo avión", suele haber casas muy bonitas y acogedoras, casas en las que la gente es aparentemente feliz y donde reinan la armonía y la estabilidad. Esas casas suelen estar habitadas por personas de todo tipo, hay gente afable, hay gente huraña, pueden ser jóvenes, viejos, viejóvenes... lo mismo da. 
Debajo de todo ese idilio, suele haber un sótano. Un sótano que da miedo, lúgubre, tenebroso, oculto, aparentemente olvidado, tanto que a veces ni tiene luz y hay que bajar con linterna. Allí se acumulan el polvo y todos los trastos inútiles que uno no quiere, que nunca va a recuperar, pero ahí están. Nadie pasa nunca por allí, parece que no forme parte de la casa. 
En el sótano es donde se cuece todo el percal. Ahí es donde el asesino en serie esconde los cadáveres, donde aparecen las fotos que lo explican todo, donde se guarda el arma del crimen... Ahí es donde suele morir el sheriff cuando entra a fisgar, porque el dueño de la casa no consiente que nadie se asome; no en vano, al abrir la puerta, tras el típico chirrido de las bisagras, lo primero que vemos son unas escaleras empinadas que nos advierten de la gravedad del asunto. 
Es la parte de la casa que más miedo da, es la sombra que todos tenemos debajo de tanta apariencia de felicidad.
Tarde o temprano, creo yo, hay que armarse de valor y adentrarse a desempolvar todos los recuerdos, sobre todo los dolorosos, recoger los cadáveres y recuperar las armas. Y sacarlos a la luz y, de ahí, al contenedor (en el caso de los cadáveres, mejor una sepultura digna, algo más respetuoso que un contenedor verde). 
Sin embargo, en el sótano, en medio de toda la mierda, también está la inocencia que un día fuimos y que hemos olvidado, el amor que hemos negado que somos por miedo a que nos hagan daño, la confianza que hemos perdido, la capacidad de sorprendernos por cualquier cosa... Todo eso que éramos capaces de sentir y que hemos ido ahogando y reprimiendo pensando que nos acabaría envenenando. 
Siempre llega el día en que hay que bajar al sótano, en soledad, en absoluta soledad, para hacer inventario, mirar todo lo que hemos ido dejando allí, recuperar lo que nos sirve y tirar, sin apegos, lo inútil; para deshacernos de los cadáveres que han ido quedando por el camino; para destruir las armas que hemos guardado por si acaso un día las necesitábamos; para poner orden y dejarlo todo bien limpio, colocar bombillas y empezar a integrar esa zona en el resto de la casa, convertir ese cuarto de los horrores en parte del hogar.
A mí, hace unos días, me llegó la hora de bajar al sótano. 

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