miércoles, 20 de enero de 2016

La muerte nos sienta tan bien...


Hoy, en el bus, he visto que David Bowie ha sido, esta semana por primera vez , número 1 (no sé si en ventas o en discos escuchados o qué, pero número 1 y por primera vez). Y resulta que murió hace nada y que precisamente su muerte es lo que ha hecho que la gente se ponga a escucharlo como si no hubiera un mañana. Efectivamente, para él, no hay un mañana. David Bowie ya no está y eso le da más valor todavía.
Eso mismo pasó con Van Gogh, con Cervantes, con James Dean... Se revalorizaron post mortem.
Eso nos pasa con todas las muertes y por muerte me refiero a final, a pérdida, no necesariamente a la desaparición del cuerpo. Pero especialmente con la muerte del cuerpo. Nunca he estado en el entierro de un cabrón, el que se muere era siempre una bellísima persona. Aunque solo sea porque está muerto. 
Los finales nos sientan a todos de maravilla, todos ganamos puntos cuando llega el final y es algo tan curioso como inevitable en la mayoría de los casos. 
Cuando me doy cuenta de que he perdido algo es cuando, de repente, más lo valoro, más creo necesitarlo, aunque lo haya tenido los últimos 2 años metido en un cajón muerto de asco.
Cuando me pongo a régimen es cuando más deseo el tipo de comida que me he prohibido, aunque de normal no suela comerla, aunque nunca me apetezca.
Cuando termina una relación es cuando más recuerdos bonitos nos asaltan, cuando más valoramos lo que nos aportaba la persona que se ha ido y cuando menos en cuenta tenemos lo que no nos gustaba de ella. Ya lo decía Serrat en esa canción tan bonita (Lucía) "no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí" o "los recuerdos son cada día más dulces, el olvido solo se llevó la mitad".
¿Y por qué nos ocurre eso? ¿Por qué esperamos que algo llegue a su fin para idealizarlo?
Supongo que se trata de la manía que tenemos de poner el foco siempre en lo que nos falta, en aquello de lo que carecemos; con la confianza puesta en que, cuando lo consigamos y sea nuestro, seremos ya, por fin, felices. 
Y resulta, fíjate, que un buen día, eso que deseábamos, lo conseguimos. Y resulta que no nos hace tan felices como pensábamos y nos frustramos. 
Pero un día lo perdemos. Ahí es cuando, desde la carencia, creemos nuevamente que lo necesitamos, que éramos más felices antes, cuando lo teníamos y que, de nuevo, lo necesitamos. Otra vez, creemos que lo necesitamos, que nuestra felicidad está ahí. Como si fuéramos idiotas, una y otra vez lo mismo. ¿Que no hemos visto que no, que eso no nos daba lo que no tenemos, que nada externo a nosotros nos lo va a dar nunca?
Claro que lo vemos, lo vemos cuando lo tenemos. En ese momento lo comprobamos en nuestras carnes, nos decimos que no era para tanto. Sin embargo, cuando ese objeto, circunstancia o persona desaparece (porque en esta vida nada es eterno) volvemos a idealizarlo con tal de no vivir el presente. Porque el presente incluye solo lo que tenemos, no lo que nos falta. Lo que nos falta es el mundo de Alicia, ficticio, inventado por nosotros para evadirnos de nuestras vidas, ensoñaciones más falsas que Judas, tergiversaciones y manipulaciones que inventamos porque necesitamos creer que tiene que haber algo ahí afuera que, cuando llegue a nuestra vida, nos completará, nos llenará.
La buena noticia es que no, que ya somos completos y que conviene que nos paremos un instante, miremos a nuestro alrededor observando todo lo que nos acompaña en este momento. Porque esto, que hoy nos parece que no es suficiente solo porque ya "es nuestro", mañana puede que no lo sea, que lo "perdamos". Y, entonces, será cuando le demos valor y nos parezca que era algo fundamental. Pero ya habremos perdido la oportunidad de disfrutarlo.

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