Recuerdo haber ido a los cines Martí con mi abuela a
ver la película de Titanic.
Recuerdo haber llorado como una
magdalena porque, en el fondo, soy una romántica.
Pero, sobre todo, recuerdo dos
escenas, de idéntico contenido, pero muy diferentes entre sí.
En una de ellas, un grupo de
señoras de la alta sociedad, muy monas y enjoyadas ellas, se acomodaban en un
bote salvavidas sin estrechez ninguna, al contrario. Allí sobraba sitio por
todas partes. Y se alejaban a toda
viruta para que nadie más accediera al bote y así poder estar lo más cómodas
posible hasta que se les rescatara.
En la otra escena, había un montón de
gente en otro bote salvavidas, no cabía ni un alfiler, pero de verdad. Y,
cuando alguno de los que se estaba ahogando intentaba subir, lo molían a
remazos porque eso implicaría el vuelque del bote y la muerte de los que ya se
habían salvado.
El hecho es el mismo, en ambos
casos se está impidiendo a unas personas salvar la vida. En ambos casos por miedo, eso vaya por
delante.
Ahora bien, la finalidad no es la
misma. No es lo mismo que yo condene a morir a otro para seguir viviendo a todo
trapo que el que lo haga para salvar mi vida. No sabría explicarlo más allá de
esto, pero no es lo mismo. Lo primero es egoísmo y lo segundo instinto de supervivencia.
A todo esto, podemos añadir el
hecho de que se cerraron los accesos al exterior de la tercera clase y no se les repartieron chalecos salvavidas,
porque sus vidas, entendían los miembros de la tripulación, valían menos. Claro
que eran pobres y los pobres solo traen problemas, porque se pasan la vida
pidiendo o robando y además van sucios y huelen mal y no tienen modales. No como
los ricos, que son guays y no roban y huelen a colonia y son unos caballeros.
Menos mal que ahora las cosas han cambiado y ya no somos tan
hijos de puta como antes.
“No estoy de acuerdo con los criterios que se han manejado,
hay que darle otra vuelta a este tema para fijar la capacidad de cada estado”
José María García-Margallo, Ministro Español de Exteriores.
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