martes, 14 de julio de 2015

La Sinceridad, ese monstruo de las 7 cabezas

¿En qué momento de nuestras vidas aprendemos que vale la pena tener comportamientos forzados para que los demás se sientan bien? ¿Desde cuándo lo contrario es ser egoísta?
Nos pasamos la vida tolerando pequeñas (o no tan pequeñas) incomodidades por no poner límites, por no decir que no o por no decir que sí. ¿La finalidad? Que el otro, pobrecito, no se sienta mal, que no se frustre, que me sabe mal, fíjate...
No es que pensar en los demás sea un problema, ni mucho menos, es muy amoroso. La cuestión está en por qué, cuando queremos evitarle a otro el malestar, nos lo trasladamos a nosotros. ¿Qué nos hace pensar que somos merecedores de ese mal rollo que intentamos evitarle al otro? ¿Por qué ese afán de sacrificio que nunca trae nada bueno? La respuesta es la misma de siempre: la dichosa culpa.
Cuando alguien me dice "ufff, es que no quiero hacer esto, pero me sabe mal decírselo a X, no quiero que se sienta mal", automáticamente, pregunto "¿y prefieres sentirte mal tú?, ¿qué ganas con eso? ¿por qué tú sí y él no"? Y es curioso, porque esto se da continuamente y, el que se sale de la norma, es un borde y un seco. 
Pues no, el que es coherente con lo que quiere y lo dice abiertamente no es un borde, Es una persona que, ante todo, es amable consigo misma y, partiendo de esa premisa, con los demás. Es alguien que se otorga el derecho a hacer con su vida y con su tiempo lo que le nazca y que, cuando le dedica un espacio a los demás, lo hace poniéndole pasión, porque realmente quiere y no para evitar cargar luego con esa pesada sensación producida por la creencia de que el otro se siente mal porque le he dicho que no.
El otro, quede claro, se siente mal porque quiere, porque, en lugar de pedir, exige y, si no se le da, se tuerce. El otro, además, cuando es así, cuando se permite manipularnos haciéndose la víctima si las cosas no son como él quiere, nunca va a tener bastante, siempre va a querer más. Porque la necesidad es insaciable. Así que, antes o después, le vamos a tener que decir que no, por lo tanto, cuanto antes, mejor.
Y, lo mejor de todo, cuando uno se reconoce esa libertad, los demás, pasada la fase inicial, también lo hacen, no se alejan, no pasa nada, no se queda uno sin amigos, sin familia... La vida sigue igual, solo que sin los estúpidos sacrificios que implica el buscar compulsivamente serle simpático a todo el mundo.

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