Llegué a creer, como algo obvio,
que yo era esclava de mis pensamientos, tal era mi incapacidad para
controlarlos. Y, de hecho, así era. Porque soy yo la que fabrico mi realidad, por
lo tanto, si me creo incapaz, soy incapaz.
Pues eso, que me identificaba absolutamente con mis
pensamientos: blanco, negro, bien, mal, felicidad, sufrimiento, bueno, malo,
suerte, desgracia. Y, en función de
esto, me sentía de una manera u otra.
(Blanco=bien; Negro=mal; Suerte=bien; Desgracia=mal)
Hasta que, un día, alguien me
dijo que yo no era ese pensamiento, sino que era el pensador y que, además, el
pensamiento se podía entrenar, las creencias se podían cambiar y, desde ahí, uno
podía empezar a decidir cómo se quería sentir.
La verdad es que aquella teoría me
pareció de ciencia ficción, pero algo en mí decía que la idea no era
descabellada, que si, por ejemplo, en determinadas culturas la muerte no está
asociada al sufrimiento, es porque tienen creencias que los llevan a no sufrir.
Y me puse con eso, empecé a
cuestionar mis creencias (las que me
producían sufrimiento, claro, las demás” virgencita, que me quede como estoy”).
Y comprobé que, poco a poco, iba sufriendo cada vez menos, iba aceptando cada
vez más, me iba dando cuenta de que el problema no estaba en lo que me ocurría
sino en mis juicios acerca de lo que me ocurría.
Y fui juzgando todo y a todos
cada vez menos, seguía teniendo preferencias pero ya no necesitaba que las
cosas fueran como yo quería. Fui aceptando, pasito a paso, que solo yo
determino si quiero sufrir o no. Fui, en definitiva, entendiendo que yo soy
libre de pensar, de creer, de sentir lo que yo quiera, que ningún sufrimiento
es inevitable. Esto no quiere decir que ya no sufra, todo hay que decirlo, sino
que, por un lado sufro menos y, por el otro, cuando sufro tengo claro que
dejaré de hacerlo en el momento en el que me lo proponga, que eso que estoy
sintiendo no es sino el resultado de la maraña de pensamientos que en ese instante
me rondan, pero que, cuando yo decida, volveré a mi paz.
Fui, en definitiva, entendiendo que
en esto radica mi verdadera libertad, en no dejarme arrastrar por mi sistema de
pensamientos y creencias y en entender que, desde el momento en que éstos me
producen sufrimiento, son falsos y, por lo tanto, los puedo cambiar. Tan fácil
como pararme en el camino a quitarme del zapato la piedra, pequeñita pero
afilada, que no me está permitiendo disfrutar del viaje.
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