miércoles, 1 de julio de 2015

Pienso, luego YO decido lo que pienso

Llegué a creer, como algo obvio, que yo era esclava de mis pensamientos, tal era mi incapacidad para controlarlos. Y, de hecho, así era. Porque soy yo la que fabrico mi realidad, por lo tanto, si me creo incapaz, soy incapaz.
Pues eso, que me  identificaba absolutamente con mis pensamientos: blanco, negro, bien, mal, felicidad, sufrimiento, bueno, malo, suerte, desgracia.  Y, en función de esto, me sentía de una manera u otra.  (Blanco=bien; Negro=mal; Suerte=bien; Desgracia=mal)
Hasta que, un día, alguien me dijo que yo no era ese pensamiento, sino que era el pensador y que, además, el pensamiento se podía entrenar, las creencias se podían cambiar y, desde ahí, uno podía empezar a decidir cómo se quería sentir.
La verdad es que aquella teoría me pareció de ciencia ficción, pero algo en mí decía que la idea no era descabellada, que si, por ejemplo, en determinadas culturas la muerte no está asociada al sufrimiento, es porque tienen creencias que los llevan a no sufrir.
Y me puse con eso, empecé a cuestionar mis creencias  (las que me producían sufrimiento, claro, las demás” virgencita, que me quede como estoy”). Y comprobé que, poco a poco, iba sufriendo cada vez menos, iba aceptando cada vez más, me iba dando cuenta de que el problema no estaba en lo que me ocurría sino en mis juicios acerca de lo que me ocurría.
Y fui juzgando todo y a todos cada vez menos, seguía teniendo preferencias pero ya no necesitaba que las cosas fueran como yo quería. Fui aceptando, pasito a paso, que solo yo determino si quiero sufrir o no. Fui, en definitiva, entendiendo que yo soy libre de pensar, de creer, de sentir lo que yo quiera, que ningún sufrimiento es inevitable. Esto no quiere decir que ya no sufra, todo hay que decirlo, sino que, por un lado sufro menos y, por el otro, cuando sufro tengo claro que dejaré de hacerlo en el momento en el que me lo proponga, que eso que estoy sintiendo no es sino el resultado de la maraña de pensamientos que en ese instante me rondan, pero que, cuando yo decida, volveré a mi paz.

Fui, en definitiva, entendiendo que en esto radica mi verdadera libertad, en no dejarme arrastrar por mi sistema de pensamientos y creencias y en entender que, desde el momento en que éstos me producen sufrimiento, son falsos y, por lo tanto, los puedo cambiar. Tan fácil como pararme en el camino a quitarme del zapato la piedra, pequeñita pero afilada, que no me está permitiendo disfrutar del viaje.

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