Hoy, después de leer un artículo acerca
de los padres tóxicos, siento infinita gratitud hacia los míos, hacia mis
padres.
Y es que, cada uno a su manera (Ella, de manera más cariñosa y Él, más silenciosa pero muy efectiva), me han hecho el regalo más bello del mundo: permitirme ser quien soy.
Y es que, cada uno a su manera (Ella, de manera más cariñosa y Él, más silenciosa pero muy efectiva), me han hecho el regalo más bello del mundo: permitirme ser quien soy.
Los dos, cada uno a su manera.
Mi madre, que cada vez que yo le
contaba mi nueva “rareza”, fuera la que fuera (y a pesar de que su mirada no
podía ocultar su desacuerdo) se limitaba a decirme: “cariño, si tú eres feliz
así, yo también”.
Gracias, Mamá, porque rara vez me
he sentido juzgada y, las pocas veces que he tenido esa sensación, me la ha
traído al pairo. Gracias por ese amor incondicional tuyo que me hizo entender,
desde muy pequeña, que para ser aceptada no tengo por qué justificar cada cosa
que hago. Gracias por no haberme pedido nunca explicaciones de mis motivos,
aunque ni los entendieras ni los compartieras. Gracias por haberme hecho un ser
libre (aunque sé que a veces os he parecido demasiado libre)
Mi padre, que nunca me ha dado
consejos (entre otras cosas porque sabía que, si me decía algo, yo haría justo lo contrario), que siempre ha
confiado en mí, a pesar de que nunca se le ha dado bien expresar lo que siente.
Gracias, Papá, porque gracias a tu sempiterna “no intervención” tengo una confianza en mí misma y en la vida
que me han permitido enfrentarme, sin miedos, a situaciones que no pintaban nada
fáciles. Gracias por no haberme sacado nunca (y nunca es nunca) las castañas
del fuego y haberme permitido comprobar que se puede, vaya que si se puede.
Gracias por haberme enseñado que siempre (y siempre es siempre) uno es
responsable de sus actos y no víctima de los demás.
Y gracias a los dos porque, por
todo ello, puedo ver en mis hijos esa fuerza y esa libertad que vosotros
visteis en mí.
De corazón, gracias a los dos.
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